sexta-feira, 13 de janeiro de 2012

EL FENÓMENO DE GLOBALIZACIÓN Y CRISIS DEL DERECHO EN LOS ESTADOS CONSTITUCIONALES PERIFÉRICOS

 Revista
JUS ET SOCIETATIS
ISSN 1980 - 671X



Djason B. Della Cunha
Doctor en Derecho Público - Brasil (djason@uol.com.br)
Resumen
Este texto trata de la cuestión de la globalización y su influencia en el orden interna de los Estados constitucionales periféricos. Sin embargo, no hay más como estudiar las relaciones entre naciones desde el punto de vista del modelo “estatocentrico”. Lo que se observa es la substitución de este tipo de modelo institucional hacia un modelo de relaciones transnacionales en que la sociedad mundial parece no más un mundo constituido sólo de Estados, sino aún por entidades no-gubernamentales en interacción con los gobiernos. Naturalmente, la idea del mundo dividido en Estados soberanos, con sus culturas nacionales relativamente claras y unificadas, ha perdido su sentido dado que el mundo se ha hecho cada vez más pequeño y que las relaciones transnacionales permiten identificar estos Estados como elementos básicos del sistema global.

Palabras-Clave. Globalización. Crisis del Derecho. Pluralismo Político.

Resumo

Este texto trata da questão da globalização e sua influencia na ordem interna dos Estados constitucionais  periféricos. Sem dúvida, não há mais como estudar as relações entre nações do ponto de vista do modelo “estatocêntrico”. O que se observa é a substituição deste tipo de modelo institucional para um modelo de relações transnacionais em que a sociedade mundial parece não mais um mundo constituído somente de Estados, senão também por entidades não-governamentais em interação com os governos. Naturalmente, a idéia do mundo dividido em Estados soberanos, com suas culturas nacionais relativamente claras e unificadas, perdeu seu sentido dado que o mundo encolheu e de que as relações transnacionais permitem identificar estes Estados como elementos básicos do sistema global.

Palavras-chave. Globalização. Crise do Direito. Pluralismo Político.


Introducción
Desde el punto de vista histórico, las sociedades contemporáneas han conocido en nuestros días un exuberante proceso de redimensionamiento en sus instituciones económicas, sociales y políticas. Una razón de ello está en el hecho de que el concepto de “país” o “nación” ha perdido gran parte de su significado y la imagen geográfica de los Estados se ha transformado en una imagen de comportamiento de los sistemas. Naturalmente, la idea del mundo dividido en Estados soberanos, con sus culturas nacionales relativamente claras y unificadas, ha perdido su sentido dado que el mundo se ha hecho cada vez más pequeño y que las relaciones transnacionales permiten identificar estos Estados como elementos básicos del sistema global.
De hecho, eso ha acontecido porque no se ha considerado en los análisis políticos de los Estados, los problemas originarios de la globalización del capital, de la lucha o ideología de clases y, frecuentemente, por la confusión que había en la descripción y conceptuación entre sociedad y sistema. En realidad, no hay más que estudiar las relaciones entre naciones desde el punto de vista del modelo “estatocéntrico”. Lo que puede observarse, realmente, es la substitución de este tipo de modelo institucional hacia un modelo de relaciones internacionales en el cual la sociedad mundial se nos presenta no sólo como un mundo constituido únicamente por Estados, sino también por entidades no gubernamentales en frecuente interacción con los gobiernos.
Es patente que no se puede ignorar totalmente la noción del Estado. Sin embargo, en la   actualidad, el concepto se presenta inadecuado para explicar el fenómeno de la globalización del capitalismo con sus prácticas transnacionales del punto de vista económico, político y ideólogo-cultural. Por eso, la nación-estado se ha convertido, consecuentemente, en “el punto de referencia espacial para la mayoría de las prácticas transnacionales cruciales que contribuyen para la composición de las estructuras del sistema global, en el sentido de que la mayoría de las prácticas transnacionales se cruza en determina-dos países y está sujeta a la jurisdicción de determinadas naciones-estados. Pero, esto no es el único punto de referencia. Lo más importante es, por supuesto, el sistema capitalista global basado en una clase capitalista variada que incuestionablemente dicta las prácticas económicas transnacionales y es la más importante fuerza aislada en la lucha para dominar las prácticas transnacionales políticas y ideológico-culturales”1.
En efecto, eso concepto - el de nación-estado - se presta para tipificar una realidad global marcada por una enorme asimetría evocativamente descrita por el término “hegemon”, lo cual es el agente llave de las prácticas transnacionales, pudiendo ser “un individuo representativo, una organización, un estado o una clase cuyos intereses prevalecen en la competición por los recursos globales”2.
Ahora bien, ¿en qué medida la influencia del fenómeno de la globalización acelera la crisis de legitimidad del Derecho en países periféricos?
En el tratamiento de los fenómenos de la Modernidad, han subsistido dos términos que parecen presentar significados diferentes: mundialización y globalización. El primero término - mundialización - de uso común en la producción teórica de los franceses tiene sentido extenso y comprende tres tipos de fenómenos: a) demográfico3, b) conocimiento científico4 y c) globalización económica o economía global5.
El segundo término - globalización - utilizado originariamente por los ingleses, pretende significar un complejo proceso de universalización del capitalismo a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, cuyas nuevas características son definidas en razón de la emergencia de arrojadas estructuras mundiales del poder, decisión y influencia que anuncian la redefinición y declinación del Estado-nación. Según Robert W. Cox, citado por Ianni, “Las características del curso de la globalización incluyen la internacionalización de las financias y seguros comerciales, el cambio en la división internacional del trabajo, el vasto movimiento migratorio del sur rumbo hacia el norte y la competición ambiental que acelera estos procesos. Ellas incluyen también cambios en la naturaleza de los Estados y en los sistemas de Estado. Los Estados están siendo internacionalizados en sus estructuras internas y funciones. A lo largo del siglo XX, el papel de los Estados era concebido como el de un aparato protector de las economías nacionales frente a las fuerzas externas perturbadoras, con el fin de garantizar adecuados niveles de trabajo y bienestar nacional. La prioridad del Estado era el bienestar. En las últimas décadas, la prioridad se ha modificado en el sentido de adaptar las economías nacionales a las exigencias de la economía mundial. El Estado se está convirtiendo en una correa de transmisión de la economía mundial a la economía nacional”6.  
El fenómeno de la globalización se ha presentado como un nuevo orden paradigmático que viene a sustituir el concepto de sociedad nacional por el de sistema global. Consiste también en la mundialización de procesos económicos, como la circulación de capitales, la ampliación de los mercados o la integración productiva en escala mundial. Pero, comporta aún fenómenos de la esfera social, como la creación y expansión de instituciones supranacionales, la universalización de padrones culturales y la solución de cuestiones concernientes a la totalidad del planeta (medio ambiente, desarme nuclear, crecimiento demográfico, derechos humanos, bioética, etc. Desde el punto de vista del proceso de la transnacionalización, el sistema global opera en tres niveles: el económico, el político y el ideológico-cultural. A pesar de que sistema global no es necesariamente sinónimo de sistema capitalista global, las fuerzas motoras que actúan detrás del capitalismo global se presentan dominantes y constituyen el foco institucional de su hegemonía. Por tanto, vamos encontrar aquí tres agentes primarios y focos institucionales de prácticas transnacionales:
a)  el primero, de carácter económico, tiene como foco institucional la corporación transnacional;
b)   el segundo, de carácter político, tiene como foco institucional la clase capitalista transnacional;
c)  el tercero, de carácter ideológico-cultural, tiene como foco las instituciones ideológicas y culturales propias de una sociedad de consumo.
En general, podemos afirmar que cada un de estos tres agentes produce el resultado de sus prácticas, es decir: “Las CTNs producen bienes y servicios necesarios para manufacturarlos y venderlos. La clase capitalista transnacional produce el ambiente político dentro del cual los productos de un país pueden ser comercializados con éxito en otro. La ideología-cultura del consumismo produce los valores y actitudes que crean y sustentan la necesidad por los productos”7.
Con esta interrelación retroalimentada se cierra el ciclo del “hegemon”, es decir, de la hegemonía de las prácticas transnacionales movidas por la fuerza de los intereses y de las necesidades, construida e reconstruida de modo permanente en el circuito de expansión del capitalismo. Todo lleva a creer que con la intensificación de estas prácticas transnacionales, internacionalización de la economía y transposición de mano de obra migratoria y de turismo, de redes de información y de comunicación en dimensión planetaria, y de transnacionalización de la lógica del consumismo, marcada por la intensificación de la inter-dependencia transnacional y de las interacciones globales, las relaciones sociales se presentan hoy cada vez más desterritorializadas, ultrapasando las fronteras vigiladas por las costumbres, la tradición, el na-cionalismo, la lengua y la ideología.
Todo esto viene generado por la marginalización del Estado nacional y su consecuente pérdida de autonomía y de capacidad de regulación de la realidad social. A pesar del poder de persuasión de este “hegemon”, otras fuerzas, se han convertido en fuerzas de oposición a ese sistema global. Con todo, el capitalismo global siempre encuentra medios persuasivos para justificar la necesidad de su hegemonía. En consecuencia, toda esa coyuntura internacional ha ejercido una presión estructural en el desmantelamiento del orden institucional y económico de los Estados periféricos. Podríamos, quizá, decir que el comienzo del siglo XXI es el contexto de la síntesis de las perplejidades ante las cuales las sociedades y los individuos contemporáneos de esos Estados se quedan atónitos y se presentan como amenazas permanentes al quehacer cotidiano de los ciudadanos. Parece que todo lo que nos rodea está transformado. Las concepciones acerca de la naturaleza del capitalismo, del Estado, del poder y del derecho se vislumbran confusas y contradictorias y el exacerbamiento de las contradicciones de los sistemas políticos, caracterizados por el crecimiento de las desigualdades sociales, del orden/desorden autoritario y de la opresión, exige medidas más adecuadas y más rápidas en las respuestas a las demandas emprendidas por los grupos minoritarios, en el proceso de exclusión de los esquemas de seguridad social.
Para ser más concreto, podemos relacionar, a grosso modo, cinco perplejidades que exigen un ángulo de observación y de análisis, lo que decididamente impulsa a la acción colectiva con sus movimientos sociales. La primera de ellas revela problemas de naturaleza económica: crisis estructural y financiera del Estado del Bienestar, inflación, desempleo, recesión, déficit presupuestario, deuda externa, etc. La segunda perplejidad, se refiere al sorprendente consenso colectivo en torno de un de los grandes paradigmas sociopolíticos de la modernidad: la democracia, que se internacionaliza en la estela del neoliberalismo, y en la dependencia de él. La tercera perplejidad viene marcada por el redescubrimiento del individuo, es decir, por el abandono de las prácticas privatistas y por la adopción de un comportamiento con un marcado carácter público. Hoy, más que nunca, el individuo tiene una vida íntima pública, una vida sexual codificada, una libertad de expresión sujeta a criterios de corrección política, una facultad de elección fuertemente condicionada por las opciones de los otros. La cuarta perplejidad apunta hacia el acentuado proceso de exclusión social con el recrudecimiento de la violencia en los centros urbanos y desmantelamiento de las estructuras institucionales del Estado moderno, generando una situación de miedo y de total inseguridad. Por fin, la quinta perplejidad viene marcada por la intensificación de la crisis de la justicia como aparato ideológico del Estado encargado de dictar el derecho y de aplicarlo a una realidad social con un fuerte carácter contradictorio y problemática.
1.  Crisis del Estado de Bienestar
El Estado de Bienestar es una construcción del Estado Moderno y una verticalidad del Estado protector clásico. Se pueden considerar como ejemplos básicos en la formulación de esa idea: el Leviatán de Hobbes y el Segundo Tratado sobre el Gobierno de Locke. Ambos elaboraron la arquitectura intelectual de ese Estado nuevo basado en la realización de una doble tarea: la construcción de un nuevo orden protector de los individuos y la reducción de la incertidumbre. Para estos autores, pensar el Estado y el reconocimiento del derecho de los individuos a la protección tiene el mismo significado. Estas son dos proposiciones básicas que definen el carácter del Estado-protector y que conviene ahora examinar.
Con relación al propio orden estatal moderno, dirá    Hobbes, en su Leviatán: “La esencia del Estado es la seguridad de los particulares, un poder común que mantiene el respeto y que dirige sus acciones en el sentido del beneficio común”8. En este sentido se afirmará que un poder común, soberano en su tutela protectora: “puede ser adquirido cuando los hombres están de acuerdo entre sí en someterse a un hom-bre, o a una asamblea de hombres, voluntariamente, con la esperanza de que serán protegidos por él contra todo. Este puede ser llamado un Estado Político, o un Estado por institución”8.
Pero, en esta seguridad de los individuos están implícitos, igualmente, el reconocimiento y la garantía de otro derecho, el de propiedad. A ese respecto, añade Hobbes: “Donde no hay Estado, hay una guerra perpetua de cada hombre contra su vecino, en ella las cosas son de quién las coge y conserva por la fuerza, ello no es propiedad ni comunidad, sino incertidumbre”9. En este mismo sentido de raciocinio, afirmará LOCKE en su Segundo Tratado Sobre el Gobierno: “El mayor y principal objetivo, por tanto, de los hombres reunidos en comunidades, aceptando un gobierno común, es la preservación de la propiedad”10. La propiedad surge, así, para los dos autores, como un atributo indisociable del individuo, una garantía de definición y de protección de sí mismo, convirtiéndose en un producto de seguridad y en un reductor de incertidumbre. Individuo, propiedad y Estado-protector son indisociables. Por eso, el Estado moderno, en el sentido más expresivo de esta concepción, puede estar pensado únicamente como Estado-protector.
Pero, ¿cómo se ha operado la transición de esta concepción de Estado-protector hacia la concepción de Estado de Bienestar?
De hecho, el Estado de Bienestar es mucho más complejo que el Estado-protector: además de la función de proteger adquisiciones consideradas fundamentales, como la vida y la propiedad, promueve de igual modo acciones de fuerte repercusión social (redistribución de la riqueza interna, reglamentación de las acciones sociales, responsabilidad por ciertos servicios colectivos considerados esenciales, etc.). La transición del Estado-protector hacia el Estado de Bienestar se dará por un movimiento contradictorio de doble orientación: radicalización del poder del Estado y corrección de las acciones de este mismo poder.
Esta radicalización coincide con las reivindicaciones democráticas e igualitarias producidas a partir del fin del siglo XVIII. La protección de la propiedad y de la vida por el Estado alcanza la condición de nuevos derechos. El artículo 21 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano afirmará, por ejemplo: “Los amparos públicos son una deuda sagrada. La sociedad debe su subsistencia a los ciudadanos infelices, sea proporcionándoles trabajo, sea asegu-rando medios de existencia a los que no tienen condición de trabajar. Los derechos económicos y sociales aparecen como una prolongación natural de los derechos cívicos. Si el ‘verdadero ciudadano’ tiene que ser propietario, es preciso tornar ‘casi-propietarios’ a todos los ciudadanos que no lo sean, esto es, instituir mecanismos sociales que les permitan tener el equivalente de tranquilidad y de seguridad que la sociedad garantiza”11.
Esta garantía que sólo se vuelve evidente a finales del siglo XVIII, ya se encontraba presente en las ideas de Locke cuando afirmaba: “(…) si la protección de la propiedad es el objetivo del gobierno y lo que lleva a los hombres a asociarse, se supone necesaria la exigencia de que el pueblo tenga propiedades; si eso es así, habrá que suponer también que al entrar en sociedad vengan a perder justamente lo que era el objetivo para lo cual la formaron, lo cual resulta absolutamente absurdo para ser admitido”12.
En realidad, lo que esa visión del movimiento democrático se limita a reivindicar es la extensión del derecho de propiedad - como un derecho del ciudadano - a todos y cada uno de los individuos, sea por la garantía de un dominio o posesión real, o por los mecanismos que substituyen sus efectos. En contrapartida, el movimiento de corrección de las desviaciones de la acción del Estado está ligado a la representación que la sociedad hace de sí misma. Esa visión organizadora de la relación Estado/Sociedad está presente en las primeras teorías del Estado: la idea central es que el Estado y la sociedad forman una unidad corpórea, como cuerpo político y cuerpo social estrechamente imbricados, siendo el primero la forma aglutinadora de las relaciones sociales, ejerciendo sobre éstas el poder de reglamentación. Esta es una visión esencialmente filosófica y política retratada en la acción del Estado-protector. La formación progresiva de una representación más amplia del individuo se da en su dimensión económica y social, bajo la presión de la economía política que pasa a tratar de las cuestiones de la sociedad del mercado. El desarrollo del Estado de Bienestar coincide con esa nueva versión de la teoría del Estado y se traduce, a nivel de las representaciones del Estado, como un movimiento capaz de operar correcciones y corregir distorsiones en las contradicciones sociales.
Este es el momento histórico en el cual la sociedad deja de representarse como un cuerpo para concebirse como un mercado. En este sentido, el Estado de Bienestar de mediados del siglo XIX establece una visión técnica concerniente a la gestión de los riesgos y de los voleos. Es exactamente esa visión de la probabilidad estadística que hace posible la integración de la idea providencial del Estado a lo largo de todo el siglo XIX y buena parte del siglo XX. Pero, con el surgimiento de las nuevas directrices del capitalismo avanzado, a partir de los años 30, en los países desarrollados, y de los años 60, en los países emergentes, se hace patente la urgencia de una reordenación y globalización del capital monopolista, el Estado de Bienestar entra en crisis, ya que su programa de “emancipación de necesidades” se vuelve cada vez más limitado. La cuestión de los objetivos (protección, igualdad, libertad, bien-estar social) se mues-tra dudosa y menos fiable a medida que éstos se presentan relativos, movedizos e inaccesibles. Ello es así porque la legitimidad del Estado de Bienestar reposa, en efecto, en un programa ilimitado: liberar a la sociedad del riesgo y de la necesidad.
¿Cómo es esto posible? La noción de necesidad es tan fugaz y confusa como la de satisfacción. La misma bascula entre la supervivencia (satisfacción de las necesidades fisiológicas básicas) y la abundancia (supresión de las necesidades). En este sentido, “el Estado-protector corresponde a la garantía de supervivencia (la protección física de la vida) y el Estado de Bienestar a la garantía de una abundancia ‘mínima’ para todos los ciudadanos. ¿Pero, a qué se refiere ese mínimo? Es, por definición histórica, evolutivo, por ser siempre apreciado en relación a una situación social ‘media’. Desde que se abandona la simple referencia a la supervivencia (la misma puede, incluso, considerarse relativa), no hay una norma ‘objetiva’ para fijar un mínimo de nivel de vida que corresponda a la satisfacción de necesidades primarias o elementares. El sistema de necesidad se confunde con la dinámica social. La necesidad existe fundamentalmente sólo como manifestación de una diferencia y del deseo de reducirla: la dialéctica de las necesidades está completamente estructurada por la dinámica social de la asimilación y de la diferenciación”13.   
Puede verse en ello un efecto de la crisis de representación de la legitimidad del Estado de Bienestar en la medida en que no puede conseguir dar continuidad a su lógica intelectual interna, o sea, concretar la utopía de la promesa fundamental originaria: la abolición radical de las diferencias de estatuto civil o político, representada aquí como igualdad generadora de identidad, y supresión de desnivel económico o social, que e exprime como voluntad de reducción de las desigualdades.
En este contexto ya no concuerdan los criterios del Estado y los individuos para definir un mismo criterio de justicia social. La sociedad se vuelve cada vez más segmentada, descompuesta, bajo la presión de la evolución de las estructuras de negociación social. Estos diferentes factores convergen para colocar en términos nuevos la cuestión del contrato social y para replantearse más radicalmente la razón democrática.
2.  Democracia Moderna: En busca de un nuevo sentido
En la estela de este movimiento hay una proposición mundialmente aceptada como es que el locus fundamental de la ciudadanía es la democracia. Pero, todo lleva a creer que la democracia tal como la conocimos en el Occidente tiene que estar vinculada a una doble orientación ya establecida:
a)   de un lado, designa un modo de gobierno cuya realidad política se encuentra ordenada en torno de una estructura jurídica y constitucional fuertemente determinada por la racionalidad utilitaria del mercado, cuyas contradicciones confluyen en el conflicto entre clases sociales.
b)  de otro lado, designa un Estado ideal formado por individuos supuestamente virtuosos, congregados en torno a la figura de una comunidad, cuya participación en la solución de los propios problemas constituye la base fundamental de la ciudadanía.
Así mismo, persisten dificultades para definir la democracia moderna, pues su definición puede escapar a las clasificaciones comunes de la filosofía política. En la tradición clásica, por ejemplo, se hace una distinción entre República y Democracia. Aristóteles (1982), en su Política, llega a definir la República como el Estado administrado por el conjunto de los ciudadanos, pero persiguiendo el interés común, en el cual se incluye el interés de los necesitados. Rousseau (1989), por su parte, define la República como el Estado constituido por el contrato social, lo que significa el predominio de la igualdad civil y política, así como de la soberanía popular. En la República, el pueblo ejerce el poder fundamental - el legislativo - y cada ciudadano contribuye a la expresión de la voluntad general. En la democracia, toda-vía, predomina la forma del gobierno. En ella el Estado es gobernado por la mayoría del pueblo que ejerce el poder ejecutivo, pero eso siempre respetando la legislación adoptada por todos. Como puede verse, se trata de un término realmente polémico que plantea dificultades en el plano concreto de su aplicación. Tanto es así que “consideramos democracias a Estados que son monarquías (como España o Inglaterra), al paso que, en las democracias en general, todo mundo sabe que el poder pertenece a lo que se llama clase política, reclutada por medio de canales bien definidos: carrera hecha en un partido o en la administración pública, en universidades de prestigio, etc. De manera que las democracias modernas son de facto aristocracias, si consideramos que son gobernadas por la elite de los ciudadanos más competentes; o oligarquías, si son dirigidas por la minoría de los más ricos, o si los que deciden son originarios del mundo de los negocios”14.
Esa realidad política es tratada por Maurice Duverger cuando crea el concepto de “tecnodemocracias” aplicado a las democracias occidentales contemporáneas fuertemente controladas por una oligarquía económica. De modo que queda cada vez más confusa la noción de democracia, principalmente cuando se vincula a la cuestión del Estado. El hecho es que la democracia ha sido defendida como una referencia positiva a ciertos ideales o valores fundamentales, tales como: igualdad, libertad, autodesarrollo moral, interés común, intereses privados, utilidad social, satisfacción de necesidades colectivas y decisiones eficientes, no obstante subsumidas a un ideario de clases sociales que históricamente tiene en sus manos el control del poder estatal a través del cual se evidencian los discursos de efectividad o concreción de estos valores fundamentales.
Es importante señalar que la comprensión de la actuación del fenómeno de la democracia tiene como pauta de referencia esos principios que surgirán en el mundo europeo partir del siglo XVIII, cuya influencia se vuelve “mundializada” en los siglos XIX y XX dentro de un movimiento denominado Modernidad, en su sustrato surgirá la posibilidad de profundos y expresivos cambios en el ámbito de los sistemas eco-nómicos, políticos, culturales y jurídicos. Este movimiento que ha sido conocido e identificado al amparo de una clase social consiste en un proceso de racionalización del mundo que se manifiesta de forma dual: sea por el contexto ético-filosófico, sea por la materialización técnico-productiva justificada por la ideología de la burguesía y por la racionalidad de acumulación de riqueza del capitalismo liberal.
Pero, si queremos dar sentido a la palabra democracia es preciso destacar dos aspectos de particular interés: la estructura jurídica del Estado y la forma de gobierno. Con relación a la estructura jurídica del Estado, seguiremos a la orientación de Weil (1990), en su Filosofía Política, cuando trata del Estado constitucional. Seguidamente, siguiendo la misma orientación doctrinal, abordaremos la tan discutida cuestión de la forma de gobierno, o sea, cómo se relaciona el ciudadano con los asuntos de la comunidad y participa del poder político.
2.1.   La estructura jurídica del Estado
Para Weil, el Estado constitucional es el Estado que tiene como fundamento una Constitución y que simbólicamente es llamado de Estado del Derecho. Esto es así porque en el sistema constitucional, la ley es la regla que limita la libertad de acción del gobierno y controla los abusos de los intereses conflictivos de los ciudadanos. Esto rasgo es verdaderamente fundamental, ya que por sí solo es capaz de caracterizar el sistema, no lo describe tal como se presenta al ciudadano del Estado constitucional: para el ciudadano, la ley no tendría utilidad si no sirve para hacer va-ler sus derechos contra las pretensiones del gobierno (y, sobre todo, de la administración, este órgano de ejecución con el cual está relacionado). El ciudadano sólo tiene sus derechos protegidos por los tribunales15.
En este tipo de régimen democrático, la Constitución además de definir las reglas del ejercicio del poder centrado en la autonomía y continuidad de la interdependencia entre los poderes judiciario, ejecutivo y legislativo, en el estilo propuesto por Montesquieu, concede un status fundamental al ciudadano en referencia a esa interdependencia de los poderes. Por lo tanto, el ciudadano “puede recurrir legalmente ante los tribunales las decisiones arbitrarias del gobierno y de la administración. La independencia de los tribunales significa que el gobierno, en caso de conflicto con el ciudadano, no es al mismo tiempo juez y parte. El tribunal puede obligar el Estado, impropiamente confundido, en este uso del término, con la máquina administrativa, a reconocer su eventual error y a recomponerlo. Además, el concurso de los ciudadanos es obligatorio para la actividad legislativa, sea directamente (en el caso del plebiscito), sea indirectamente (cuando se elige una representación nacional). Tales condiciones garantizan al individuo la protección contra la arbitrariedad del poder. En otras palabras, garantizan el goce de las libertades fundamentales”16.   
Pero, esa visión políticamente ingenua, originaria de las teorías clásicas del Estado aún persiste en las representaciones de gran parte de las democracias de los Estados periféricos contemporáneos. Cuando analizamos más minuciosamente el papel de los tribunales en estos Estados - generalmente identificados con las elites y con el poder que de ella emana, sin ninguna vinculación con las prácticas sociales comunitarias - se consigue discernir la naturaleza social de su ineficacia.
Desde un punto de vista formal, es evidente que la democracia se propone como orden universal, genérico y abstracto, donde los derechos de los ciudadanos se limitan a aquellos declarados y garantiza-dos por la propia legislación del Estado y que corresponden al interés general. Bajo esta perspectiva, se puede afirmar que “en las sociedades industriales avanzadas, existe una mayor preocupación por los derechos sociales, los derechos a las diferencias étnicas, los derechos de las minorías, y por la regulación de ciertos tipos de conflictos relacionados con la ecología y el consumo, por la creciente socialización de derechos y acceso a la Justicia y, finalmente, por un orden normativo caracterizado por funciones distributivas, persuasivas, promocionales y asistenciales. Contrariamente, en las sociedades industriales periféricas y dependientes, las prioridades son los derechos civiles, derechos políticos y derechos socioeconómicos, el control de los conflictos latentes relacionados con las carencias materiales y las necesidades de supervivencia, todo eso regulado por un orden normativo caracterizado por las funciones coercitivas, represivas y penales”17.  
En el caso particular del Estado constitucional periférico brasileño, es del todo evidente la incongruencia y quiebra del paradigma legal del Estado de Derecho cuando se polariza y aplica a las efectivas condiciones estructurales de la vida sociopolítica del capitalismo periférico al inicio del siglo XXI. El monismo jurídico que se traduce como regla hermenéutica de aplicabilidad del Derecho y de la propia distribución de justicia parece que tiene una eficacia limitada en la solución de los conflictos latentes en la colectividad brasileña, caracterizados por nuevas exigencias jurídicas basadas en la demanda de nuevos derechos. Todo esto se ve agravado por la saturación de la competencia legislativa, al estar el poder legislativo cada vez más comprometido con las elites y con los grupos internacionales que operan en los límites del espacio geográfico nacional, y por la burocratizada práctica de la justicia, que amplía enormemente el espacio de la impunidad, lo que va a tener una fuerte repercusión en la producción de un derecho estatal eminentemente opresivo y represivo.
El derecho como texto es un experimento, presenta un potencial, delimita un campo de acción sobre el cual la sociedad se basa para el establecimiento de sus relaciones, en la búsqueda de confirmación y predominio de intereses. El derecho surge como articulador social y las normas de organización colectiva están en su origen y en la base moderna del contractualismo privado, que tributa su concreción al desarrollo de la organización de la sociedad. Por eso, el término “Estado constitucional periférico” se utiliza aquí en el sentido de una sociedad políticamente organizada de tal forma que, no obstante hacerse llamar conceptualmente como democracia constitucional, permanece vinculada a un rígido orden económico e institucional confirmado por la organización estatal del poder, la concentración en el monopolio de la soberanía, la centralización, la secularización y la burocracia administrativa. Esa realidad se degrada aún más al sufrir la influencia del proceso transnacional de globalización. En este caso, los Estados periféricos conocen las más diversas intervenciones (económicas, políticas y culturales) sobre las que ejercen una acción de control y, por eso, se ven obligados a una reorganización del status de Estado-Nación. La globalización suscita la cuestión de la incertidumbre global y aumenta el conflicto generado por la antinomia igualdad jurídica/igualdad económica, produciendo en el territorio local el aumento de las angustias vividas por la población que ya no se encuentran encerrada en localidades aparentemente aisladas.
2.2.   La forma del gobierno
En relación a la forma de gobierno, la democracia implica un Estado en el que existe alguna forma de igualdad política entre los individuos, cuyo gobierno es ejercido por el pueblo. Con todo, en la expresión “gobierno por el pueblo” hay una enorme ambigüedad, que da lugar a interpretaciones encontradas y a un espacio político de desacuerdos. De manera que, en una breve visión de referencia, podemos tomar los términos de la expresión “gobierno por el pueblo” como un concepto problemático de enorme significación política.
Cuando, por ejemplo, tentamos identificar esta expresión “gobierno por el pueblo” en la definición surge varias cuestiones: “¿quién debe ser considerado ‘el pueblo’? ¿Qué tipo de participación se espera de él? ¿Qué condiciones se consideran necesarias para que haya participación? ¿Cuál debe ser el campo de la actividad democrática? ¿Si el concepto “gobierno” debe incluir ‘el concepto político’, qué significado tiene esa afirmación? ¿Abarcan la ley y el orden, las relaciones entre los estados, la economía, la esfera domestica o privada?”18.
Esta cuestión planteada por David  Held, a título de ejemplo, ya pone de relieve las diversas implicaciones discordantes contenidas en el sustrato del concepto de democracia, además de poner evidenciar la dificultad de uniformizar aspectos políticos que, por su propia naturaleza, exigen un tratamiento desigual, diferenciado en su exigencia de pluralidad.
Mientras, para el demócrata, la igualdad y la libertad se presentan inextricablemente ligadas, además reconocer el status de ciudadano al individuo. Para ellos, la igualdad es el primer criterio como principio efectivo del gobierno, pues sin “igualdad numérica” el “pueblo” no puede ser soberano, ya que ella se basa en la posibilidad de que los ciudadanos tengan igual derecho de voto y las mismas oportunidades para ocupar un cargo. De ahí se deriva la idea de que la igualdad es la base práctica y moral de la libertad. Con relación a la libertad, ésta se resume en dos criterios de gobernabilidad: a) “gobernar y ser gobernado, a su vez” e b) “vivir como escoger”.
Para Held, el primer criterio – ‘gobernar y ser gobernado, a su vez’ − consiste ‘en la creencia que el pueblo debe tener una participación igual en el gobierno. El segundo criterio – ‘vivir como escoger’ − es proclive a sufrir algunas restricciones. Así, los demócratas han afirmado que debe haber algunos límites relativos a la opción, de modo que la libertad de un ciudadano no interfiera de forma injusta en la libertad del otro. Mientras cada ciudadano tenga la oportunidad de ‘gobernar’ y ser ‘gobernado, a su vez’, los riesgos asociados con la igualdad pueden ser minimizados y, por tanto, ambos criterios de libertad pueden satisfacerse19.
Ese discurso sobre la democracia parece no satisfacer Aristóteles cuando en su relato observaba que la democracia clásica implicaba la libertad y la libertad implicaba la igualdad, cuestión que le hace expresar graves reservas hacia la democracia. El hecho es que la democracia en el sentido que es pensada y representada no consigue sustentar su propio ideario sin correr el riesgo de caer en profundas contradicciones. A ese respecto, escribe Held, al comentar a Platón, en su República: “Las pretensiones de libertad y de igualdad política son, otrosí, inconsistentes con el mantenimiento de la autoridad, del orden y de la estabilidad. Cuando los individuos son libres para hacer lo que quieren y exigen derechos iguales, independientemente de sus capacidades y contribuciones, el resultado, a corto plazo, es la creación de una sociedad atractivamente diversa. Todavía, a largo plazo, el efecto es una indulgencia del deseo y una permisividad que corrompe el respeto a la autoridad política y moral. ‘Las mentes de los ciudadanos se vuelven tan sensibles que el menor vestigio de restricción es considerado intolerable hasta que, finalmente… en su determinación de no tener un maestro, ellos incumplen todas las leyes…’ La ‘insolencia’ se considera ‘buena educación; la licencia, libertad; la extravagancia, generosidad y la falta de vergüenza de coraje’. Una falsa ‘igualdad de placeres’ lleva el ‘hombre democrático’ a vivir lo cotidiano. De la misma forma, la cohesión social se ve amenazada, la vida política se vuelve más y más fragmentada y la política se convierte un pantano de disputas de sectores encontrados. Un intenso conflicto entre intereses seccionales se sucede en la medida en que cada facción procura obtener ventajas para sí misma en vez de ventajas para el estado como un todo. Un compromiso amplio con el bien de la comunidad y con la justicia social se convierte en un imposible”20.
De modo que, se deseamos dar sentido a la palabra “pueblo” en el ámbito de un régimen democrático, conviene tener en cuenta la cuestión básica de la ciudadanía: el modo en que el individuo se relaciona con el poder político y cómo se inserta en su comunidad. De hecho, lo que se puede afirmar es que, debido la imposibilidad de concretar lo que declara, la democracia contemporánea en los Estados periféricos se asemejar a una “aristocracia”, pues el principio de elecciones implica la opción, la selección entre aquellos que detentan el control del poder económico − considerado los mejores − para ejercer una participación activa en los asuntos públicos.
Este razonamiento extremamente utilitario de democracia intenta lograr de forma incansable una concepción fecunda de ciudadanía. En ella, el ciudadano es apenas un término, una palabra, un sinónimo, un discurso, una metáfora jurídica. Es evidente que cuando el Estado es el único que elabora el proyecto político, la democracia sufre una fuerte restricción de legitimidad y la consecuencia es la imposición de una gestión autocrática y perniciosa para que pueda surgir una ciudadanía efectiva. Cuanta más participación haya en la discusión colectiva sobre los problemas en su complejidad y en función del interés general, más se perfecciona la sensibilidad política y la ciudadanía emerge como una condición natural de valorización de diferentes proyectos posibles, capaces de dar cuenta de la organización global de la sociedad. Así, la crítica de CANIVEZ apunta que: “El ejercicio del juicio político supone evidentemente un mínimo de conocimientos. Primero, exige un conocimiento del conjunto de las instituciones, de su estructura y funcionamiento. Es preciso que el ciudadano conozca lo que es un Parlamento, un gobierno, cuales son los mecanismos electorales, como funciona un Partido, etc. (…) Además de esas evidencias, es indispensable percibir el vínculo entre esa cultura y el sentimiento de pertenecer al Estado, porque ese sentimiento está ligado a la capacidad de llegar a la comprensión de los problemas tales como se presentan a quién gobierna. Y la aptitud para imaginar las dificultades de toda la comunidad y para encontrar las posibles soluciones que permitan al individuo salir del círculo estrecho de sus intereses privados o de categoría, a fin de llegar a un punto de vista propiamente político”21.
Eso significa que pensar una ciudadanía activa exige el desarrollo de una pedagogía del “sentimiento nacional y cívico ligada al planeamiento del espacio y del tiempo, a los hábitos y a las impregnaciones que nacen de la convivencia de los lugares”, donde los hombres desempeñan un papel innegable en la formación del sentido de comunidad. Así mismo, es preciso resaltar que el régimen de la democracia deberá ser la opción política del discurso del Estado y de la propia sociedad civil, por lo menos a lo largo de la primera la mitad del siglo XXI.

3.  El Redescubrimiento del Sujeto Político: Los Sujetos 
     Plurales de Juridicidad
Otra gran perplejidad que surge entorno a esa problemática se refiere a la reemergencia de un nuevo sujeto político, ampliamente difundido en las múltiplas identidades que están surgiendo y proliferando en nuestro mundo contemporáneo. Esta discusión parte del presupuesto de la “muerte del sujeto” trascendental, o sea, de un tipo de “sujeto privado” cuya visión subjetivista del mundo estaría dominada por una referencia a sí propio, de donde “pensar en sí-mismo” corresponde a la realidad ontológica del ser que objetiva ser sujeto. Esa visión de “sujeto individual encarna una abstracción formalista e ideológica de un ‘ente moral’ libre e igual, en el contexto de voluntades autónomas, reguladas por las leyes del mercado y afectadas por las condiciones de inserción en el proceso del capital y del trabajo”22.
En el sentido que pone Wolkmer, “la aprehensión histórica del ‘nuevo sujeto político’ se inserta en el retomado y ampliado concepto de ‘sujeto’ fuertemente asociado a una tradición revolucionaria de luchas y resistencias que va del ‘proletariado’ o de las masas trabajadoras (K. Marx), de los ‘marginados’ de la sociedad industrial (H. Marcase), de los ‘condenados de la tierra’ (F. Fanon) hasta el pueblo oprimido de los filósofos y teólogos latinoamericanos, Gustavo Gutiérrez, Enrique Dussel, etc.23.
La razón que hace que se denominen a esos actores históricos con los términos designativos de “nuevos” y “colectivos”, es la internacionalización de los movimientos sociales actuales, que se vinculan a una ruptura epistemológica con la tradición cartesiana do cogito ergo sum (pienso, logo existo), lo que permite diferenciar la identidad jurídica de “sujetos individuales” abstractos − sujetos cognoscentes a priori − de “sujetos colectivos” concretos. Es correcto afirmar que solamente en el seno de una sociedad reordenada por una política de democracia descentralizada y participativa, en que los procedimientos de racionalidad permiten reconocer y convierten en efectiva la emergencia de nuevos actores sociales, se puede pensar en una acción individual o colectiva con repercusión en la construcción de una pedagogía concreta de valores éticos, denominada como “ética de la solidaridad”, imbuida de la sustentación del proyecto de alteridad del sistema social.
En consecuencia, la categoría nuclear “multitud” parece que es la que mejor traduce esa perspectiva histórica del “nuevo sujeto colectivo” y que, bajo el ángulo de una visión político-sociológica, puede ser comprendido en la especificidad de los nuevos movimientos sociales. El hecho es que los “nuevos sujetos colectivos”, gestados por “necesidades, anhelos, miedos y motivaciones” no sólo encarnan el nuevo espacio público sino que además definen con autonomía e identidad un nuevo proyecto de cambio social.
En la especificidad de su organización colectiva y plural, esa categoría nuclear “nuevo sujeto histórico” representa un tipo de colectividad política en torno de la cual se aglutinan: “a) los campesinos sin-tierra, los trabajadores agrícolas, los emigrantes rurales; b) los operarios mal remunerados y explotados; c) los subempleados, los desempleados y trabajadores eventuales; d) los marginados de los aglomerados urbanos, suburbios y villas, carentes de bienes materiales y de subsistencia, sin agua, luz, vivienda y asistencia médica; e) los niños pobres y menores abandonados; f) las minorías étnicas discriminadas; g) las poblaciones indígenas amenazadas y exterminadas; h) las mujeres, los negros y los ancianos que sufren todo tipo de violencia y discriminación; i) y, finalmente, las múltiples organizaciones comunitarias, asociaciones voluntarias y movimientos sociales reivindicativos de necesidades y derechos”24.
Esa pluralidad de sujetos, originaria de la fragmentación de la jerarquía social y considerados como identidades colectivas conscientes, se presentan como la “nueva colectividad de derechos”, diferenciada en su autonomía, actuando en una dinámica interactiva con autoorganización y autodeterminación, unida por la experiencia factible de las privaciones y necesidades, y capaz de gestar movimientos legitimados que operan en un proceso de lucha contra las injusticias y las profundas carencias materiales.
 4.  Exclusión Social y violencia en las Ciudades
En las grandes ciudades de los Estados periféricos, la cartografía de las ciudades se ha convertido en un medio eficaz de segregación de los lugares de “riqueza” y de pobreza”, de lo “incluso” y de lo “excluso” en límites bien definidos y que ponen de manifiesto espacios diferenciados de moda, de servicios y de beneficios sociales. Esa configuración del espacio urbano pretende no solamente ordenar una compartimentación de actividades sociales, económicas y culturales, pero, de modo fundamental y estratégico, sino también diferencian los lugares donde se evidencian las prácticas de barbarie y de civilización. Tal vez, se pueda afirmar que esa “geografía de la exclusión”, al proyectar y permitir la visión físico-espacial de esa segregación, permite igualmente instaurar la definición de los propios loci urbanos casi siempre transitorios y circunstanciales, alterados por incursiones paulatinas de los “bárbaros exclusos” de un lugar para otro. Este nomadismo insólito de la barbarie hacia lugares donde existe la presencia de la modernidad ya parece representar, por sí sólo, una práctica de violencia. Alba Valuar, al referirse a esta presencia insólita de los exclusos en el espacio urbano, resalta que: “Los efectos más evidentes de esta postura fueron la modificación de la imagen visual de las residencias, que pasaran a exhibir muros altos, gradas, cerraduras, alarmas y candados, y más principalmente el descrédito en la participación en espacios públicos”25.
De este modo, la mínima presencia de esos nómades pobres: desempleados, moradores de “favela”, mugrientos, ladronzuelos, etc., en los espacios urbanos privilegiados subrayan el miedo, la desconfianza, la intolerancia de los que tienen algo a perder, y parecen representar por sí sólo una confrontación abierta y una invitación a la violencia. Así, parece que la transposición de los límites de estratificación de los lugares sociales recrudece la hostilidad de la violencia en las ciudades y enuncia nuevos modos de expresión de la exclusión social. Es en ese sentido que la violencia puede ser considerada una forma “muda” − en la expresión de Hanna Arendt − de afirmación de la invisibilidad y de la exclusión compartida por aquellos que se encuentran exilados en una forma radical de existencia, cuya expresión se manifiesta por una vivencia de carencias, privaciones, incertidumbres y estigmas.
Así, el problema del proceso de exclusión en las grandes ciudades no se restringe apenas a la cuestión del mercado (empleo o desempleo) y del control social normativo, o sea, de la capacidad del Estado y de la propia sociedad de neutralizar las amenazas de los “nómades” exclusos de las grandes metrópolis. Es preciso resaltar otras características del modelo económico del fin del siglo XX, que apuntan hacia para otras connotaciones más estructurales. Es obvio que la exclusión social no es un fenómeno nuevo, pero siempre se ha presentado con características coyunturales en modelos de desarrollo que se vislumbran posibles de ser construidos. La diferencia, entonces, es que actualmente ella no es solamente coyuntural, sino que asume formas estructurales que afectan a la vida de los exclusos y los incapacitan par incorpo-rarse de forma definitiva al mercado económico.
Este cambio resulta de grandes transformaciones que se han producido en la estructura social de la gran mayoría de los países del mundo, y de Brasil en particular, y que, según el análisis del argentino PEGORARO, citado por Santos (1999), pueden destacarse como principales las siguientes: “1. Ofensiva del capital transnacional por parte de los grandes grupos económicos sobre la estabilidad del trabajo, la contratación colectiva y demás derechos históricos conquistados por la clase trabajadora, con la imposición de la flexibilización en los nuevos contractos laborales y disolviendo la identidad trabajadora con anulando la lucha económica como expresión del conflicto entre capital y trabajo; 2. Pérdida de las expectativas de movilidad social por el aumento del desempleo, a pesar del aumento de la productividad. En el escenario mundial y nacional el aumento de la productividad no está necesariamente vinculado a la mano-de-obra activa. El modelo económico actual no se ha construido a partir de la idea de bien-estar general, sino a partir de la ganancia de la “plusvalía”, de la expansión del mercado y de la productividad; 3. Marginalización y creciente exclusión social apoyadas por políticas de omisión de capacitación de mano de obra para integrarse al mercado real; 4. Constitución de espacios “reservados”, por un lado, con seguridad privada, grupos de ronda, protección con diversas tecnologías y, de otro lado, preservación de asentamientos urbanos sin infraestructura de cualquier especie, entregados a la improvisación y al abandono; 5. Desarticulación de los agentes sociales que tradicionalmente han ejercido el papel de transmisores de la contestación y movilización política, como los movimientos estudiantiles, el sindicalismo, los movimientos de barrios, los partidos políticos de izquierda, etc.; 6. Disolución de las identidades personales que han establecido vínculos o lazos sociales fundados en tal identidad. Por ejemplo, en el marco de la economía de mercado y de la mercantilización de las profesiones y de los oficios parece ambiguo definir lo que es un medico, un maestro, un profesor, un abogado o un juez, etc.; 7. Los cambios en la fuerza de trabajo y su reproducción (¿salario o empleo?) y en el ‘ejército industrial de reserva’. La preocupación por la importancia de que los salarios expresan la posibilidad de la reproducción social de los trabajadores. No es casual que haya aumentado vertiginosamente el doble empleo, la ampliación de la jornada de trabajo y la proporción de los trabajadores cuyos salarios se encuentran debajo de las condiciones laborales, en absoluta inferioridad a los trabajadores regulares; sin cobertura social, ni tampoco educacional, familiar o de salud, frutos de la flexibilización y la precariedad del empleo”26.
Todos esos factores han influido en el recrudecimiento de una violencia urbanizada matizada por escenas radicales de criminalidad y de extrema peligrosidad en la vida social ciudadana. De este modo, la llamada violencia urbana se ha convertido en una perplejidad bien específica del rol del llamado proceso de crecimiento y desarrollo de los centros ciudadanos. Sin embargo, es preciso aclarar que hay una idea bastante difundida de que la intensidad de la violencia urbana sugiere la existencia de un tipo de anomia inherente a las grandes ciudades y que tiende a irradiarse para centros menores circundantes. En esto sentido, el problema de la violencia urbana tendría una característica mundial y su origen no estaría vinculado a causas sociales y sí ecológicas, esto es, al espacio ambiental reputado como capaz de per se engendrar violencia. En última instancia, este sería el precio que se pagaría por el ingreso en la modernidad, simbolizada por un estilo de vida de provecho y posibilidades de trabajo que sólo estarían presentes en las grandes metrópolis.
Es obvio que este argumento simplón no corresponde a la verdad de los hechos. La ciudad no produce de per se violencia, y por eso tal vez debamos trabajar con la idea de violencia en la ciudad en vez del rótulo violencia urbana, rechazando, así, la especificidad de una violencia intrínseca a la naturaleza urbana de las grandes ciudades, cuando de hecho esa es apenas el contexto en la cual la violencia se exterioriza de una forma más arrojada. Si intentamos abordar la violencia en las ciudades teniendo en cuenta que su origen está en la dinámica del proceso de contradicción del desarrollo económico y social que experimentan los grandes centros urbanos, se podría decir que la violencia en la ciudad se inserta en la red de la criminalidad moderna influida en los países periféricos por “variables claramente identificables: urbanización acelerada, fragmentación de la identidad social de los individuos, alto índice de exclusión de los sistemas organiza-dos de producción, fracaso de los controles sociales formales e informales, concentración del poder económico y político, segregación y marginalidad social, corrupción política y económica, utilización incorrecta del dominio tecnológico y estrategias globales de masificación del crimen organizado”27, entre otros.
El caso específico del Brasil es de las grandes ciudades que se han constituido en loci urbanos privilegiados de concentración de riqueza y de profundas desigualdades sociales y que representan los espacios en los cuales las contradicciones entre ostentación e indigencia se vuelven más evidentes. Este contraste estructural entre opulencia y miseria proporciona la base necesaria para el surgimiento de una violencia privada que se ramifica en violencia criminal (asesinato, crimen), corporal (golpes y ofensas físicas) y sexual (violación). En los términos señalados por Wieviorka: “de un lado en el sentido de llevar en consideración el sujeto, imposible, frustrado o que funciona fuera de cualquier sistema o de normas, y de otro llevando en consideración conductas que más allá de la crisis son reveladoras  de una verdadera desestructuración o de desviaciones capaces de llevar al caos y a la barbarie”28.
Además de la violencia autodestructiva que se encuentra en los casos de suicidios o de accidentes. Todo este cuadro de incertidumbre e inseguridad ha permitido el resurgimiento de una política penal de control social movida por la orientación ideológica de “ley y orden”, por medio de la cual la vida social asume nuevas formas de represión y estigmatización criminal. Esto implica en una normalización del orden y de las conductas transgresoras de tal manera que los ciudadanos “pobres”, nómades exclusos de los beneficios de la modernidad, pasan a ser tratados como delincuentes potenciales que es preciso controlar y reprimir por medio de la violencia de los aparatos ideológicos del Estado, en el sentido que les confiere Althusser.
Ante este cuadro paroxístico − violencia como expresión de la criminalidad moderna en los grandes centros urbanos − el poder público reivindica una posición de interferencia que gravita en torno a la ideología conservadora de la criminología tradicional que, originaria del positivismo, considera el comportamiento de rechazo a las normas como una “patología”, para la cual deben ser buscadas soluciones amenazadoras, represivas y penales. Así, del punto de vista del discurso ideológico del Estado, prevalece la creencia de que la seguridad pública debe estar orientada por estrategias de intervención cuyas “pautas operativas” tengan por base la siguiente descripción:
a) el problema del crimen resulta de la frágil autoridad represiva del Estado;
b) el lugar de bandido es la prisión, por eso, es preciso construir más cárceles y, sobre todo, prisiones de seguridad máxima;
c) es preciso aumentar el efectivo policial y dotar la policía con tecnologías represivas;
d) es preciso conceder mayor autonomía a la policía y aumentar su fuerza represiva;
e) es preciso desmantelar las redes criminales de las “favelas”, pues éstas están habitadas por una población que tiene una predisposición atávica para el delito.
Es obvio que una aplicación de justicia criminal en esos términos ignora los siguientes aspectos como pauta de investigación preliminar: ¿Por qué la práctica de seguridad pública adoptada hoy en el Brasil es incompatible con el mínimo de garantía de derechos de los ciudadanos? ¿Cuáles los motivos por los cuales los derechos declarados no son efectivamente garantizados por la legislación ordinaria y por los tribunales? ¿Cuáles son las garantías reales contra la prisión ilegal, la violencia, la tortura moral y física y la humillación impuestas al ciudadano por una práctica inadecuada de la actuación policial? ¿Por qué el derecho de defensa permanece aún privado de una igualdad de condición en relación al acusador, sea éste un particular o el propio Estado? ¿Por qué las prácticas inquisitoriales permanecen, aún, siendo aplicadas en los procedimientos de imputación criminal? ¿Con qué garantías cuentan los derechos a la inviolabilidad del domicilio, la privacidad y la intimidad en los procedimientos policiales? ¿Por qué suele tener lugar una excesiva demora en la imputación y punición de los sujetos que violan los derechos consagra-dos en texto constitucional?
Aquí es de fundamental importancia aseverar que la gestión de una política criminal realmente adecuada debería tomar como parámetro básico inicial la propia Constitución Federal y a partir de ella organizar todo el sistema criminal, o sea, el conjunto de los subsistemas de control social: el Juicio Criminal, el Ministerio Público, la Defensa Pública, el Abogado criminal, el subsistema carcelario, la policía y la propia legislación penal. A pesar de considerar la influencia de esos “factores revisionistas” en el modo de encarar la expansión del fenómeno criminal, un programa racional de control de la criminalidad y de la violencia como acción de una política de seguridad pública no puede ser llevado a término sin que el poder público adopte como premisas: “a) la diferencia de la coyuntura actual en relación la de décadas anteriores; b) la dificultad de conciliación de las demandas de más respeto a los derechos humanos y la demanda de más represión policial; c) la inutilidad, hoy, a efectos de contención de la criminalidad, de la distinción entre personas “peligrosas” y “no-peligrosas”; d) la necesidad, a corto plazo, de reformulación del sistema criminal (incluso la legislación) para que el mismo no deje de fuera de su alcance los criminosos de clases más favorecidas y de las elites; e) el prejuicio causado al buen entendimiento de la cuestión por las rotulaciones ideológicas y por el aprovechamiento político-electoral del tema; f) la inevitable ampliación efectiva de derechos civiles a los contingentes poblacionales periféricos, derivados de la implementación de derechos fundamentales promovidos por la nueva Constitución, lo que implica − a corto plazo − la adaptación de las formas de relación del Poder Público con esas poblaciones al nuevo orden constitucional”29, además de la adopción de otras medidas más útiles y eficaces en el campo de la prevención general, integradas en el conjunto de respuestas del “cuerpo social” (Estado y Sociedad).
 5. Crisis del Poder Judicial y Bloqueo en el Distribución  
     de Justicia
Por fin, la quinta y última perplejidad está marcada por una crisis estructural profunda de las instituciones jurídicas. A pesar de reconocer la amplitud y complejidad que comprende el debate epistemológico sobre el agotamiento de la dogmática jurídica estatal en el ámbito de la cultura Occidental contemporánea, es importante proceder a un breve análisis de algunos aspectos conflictivos considerados expresivos en las formas de gestión de la justicia en la democracia constitucional brasileña.
En la condición político-económica de dependencia de los intereses hegemónicos, Brasil ha gestado una forma de orden jurídico con rasgos específicos, que refleja un determinado orden de producción económica y formación de estructura de poder. A su vez, la cultura jurídica brasileña ha permanecido al largo de todo el siglo anterior marcada por la supremacía del centralismo legal y aferrada a un ideología con-servadora en el tratamiento de las cuestiones sociales nacionales.
Es perfectamente verificable “que las condiciones del actual estado del orden político-económico mundial − caracterizado por un capitalismo avanzado, por contradicciones sociales y crisis específicas de legitimidad inherentes a la sociedad burguesa, por el agotamiento del modelo clásico liberal de la separación de poderes y por la falta de credibilidad de los meca-nismos tradicionales de representación política − han afectado profundamente el Poder Judicial”30.
En el caso específico de Brasil, como sociedad periférica, esta crisis se traduce en una administración autoritaria y elitista de la justicia y en un desajuste estructural y en la poca eficacia del Poder Judicial. Esto ocurre, principalmente, porque “el poder judicial encarna simultáneamente un subsistema dependiente e independiente que funciona de acuerdo con las necesidades del sistema político vigente. Ante esto, la crisis del Poder judicial es, ante todo, una crisis política de los canales de representación de los intereses colectivos presentes en las democracias burguesas representativas”31.
Todo ello se ajusta a la propia crisis de la cultura jurídica nacional, basada en dogmas y sofismas declaratorios de derechos, tales como: racionalidad técnico-dogmática, procedimientos lógico-formales, retórica de neutralidad y de igualdad jurídica. En esa visión, el derecho abdica de la intencionalidad de realizar la justicia y se convierte en un instrumento de poder. Por su parte, el poder judicial brasileño, impregnado de una tradición cultural monista de perfil kelseniano, está marcado por el influjo de un ordenamiento lógico-formal de raíz liberal-burguesa, cuya práctica reduce el Derecho y la Justicia a manifestaciones emanadas exclusivamente del Estado, creando, por consecuencia, una práctica reducida de la norma y de la ley, del derecho y de la justicia. Se puede perfectamente verificar que este aparato judicial y de legislación civil, establecido para apreciar litigios de naturaleza individual y civil, se vuelve inoperante para tratar conflictos colectivos de dimensión social surgidos de la confrontación entre lo nuevo y lo ar-caico de la realidad brasileña. De este modo, además de ser una instancia de decisión, marcadamente sumisa y dependiente de la estructura del poder dominante, el poder judicial es, sobretodo, “un órgano burocrático del Estado, no actualizado e inerte, de perfil fuertemente conservador y de poca eficacia en la solución rápida y global de cuestiones urgentes vinculadas, por un lado, a las reivindicaciones de los múltiples movimientos sociales y, por otro, a los intereses de las mayorías carentes de justicia y de la población privada de sus derechos”32.
De esta forma, en el horizonte de esas contradicciones y de una crisis de identidad, el Poder Judicial brasileño se presenta inerte, burocráticamente ritualizado, comprometido con las elites y las categorías dominantes, desprovisto de recursos materiales y humanos capacitados para enfrentar los desafíos de una sociedad en mutación, lo que viene a confirmar la propia quiebra del orden jurídico estatal. Se trata efectivamente de una instancia comprometida políticamente e inadecuada, en medios y en mentalidad, para dar cuenta no solamente de las exigencias por justicia social de una gran masa de población privada de sus derechos, sino también para tratar con eficacia y agilidad las cuestiones emergentes de la colectividad vinculadas a las reivindicaciones de los diversos movimientos sociales.
La comprobación de ese “estado de realidad”, en el que el poder judicial ha perdido progresivamente su legitimidad y autoridad institucional, induce, en el decir de Oliveira y Pereira, a la adopción de dos alternativas aplicables a las sociedades periféricas como la brasileña: “a) la ampliación cualitativa de los canales institucionalizados de acceso a la justicia, con el objetivo de propiciar, de un lado, una aproximación más efectiva y democrática ‘del aparato legal-estatal a lo cotidiano de los ciudadanos’, de otro, consolidar estrategias más ‘eficaces de control social sobre la actuación del aparato legal-estatal; b) el reconocimiento y el incentivo de otras instancias informales, representadas, por un lado, por un cierto tipo de justicia implementada por el propio Estado y, por otro, por manifestaciones comunitarias informales, ambas, sin embargo, capaces de sustituir con ventajas el anacrónico y poco eficaz órgano convencional de jurisdicción estatal”33.
Todo ello viene a enfatizar que el problema de legitimidad, al que hoy se enfrenta el judicial brasileño, que habiendo sido establecido como poder institucional para garantizar la resolución de conflictos, necesita una urgente y descentralizada modificación en el aparato jurisdiccional del Estado, con el efectivo desarrollo de procedimientos realmente democráticos que permitan a la administración de una justicia tener una mayor eficacia en nuestro país.
A pesar de esta crisis, con enormes repercusiones en la propia prestación jurisdiccional, podemos divisar la abertura de una discusión sobre la cuestión por gran parte de agentes jurídicos y de algunos seguidores en la magistratura nacional, con el surgimiento de una posición crítica en relación a este estado de la realidad. Pero, en el todo de la prestación jurisdiccional, los cambios son aún inexpresivos, principalmente, porque ese “Derecho de los Jueces” − o sea, el derecho creado por la práctica judicial cuando analiza y decide casos concretos de litigios y conflictos − toma como base una legislación del poder público estatal, incluyendo los procedimientos de la legislación procesal, o normas creadas y utilizadas por tribunales.
Todavía, a pesar de tales dificultades, podemos vislumbrar la posibilidad de procedimientos alternativos con bajo nivel de institucionalización dentro del propio sistema legal vigente, que pueden contribuir para la consecuente ampliación de autorregulación en la administración de la Justicia. En ese contexto, la sentencia judicial, como expresión típica del llamado “Derecho de los Jueces” puede contribuir, por lo menos parcialmente, como canal viable de prácticas jurídicas más flexibles y más ágiles en la construcción de un espacio público plural y más democrático de legalidad.





1 SKLAIR, Leslie (1995). Sociologia do Sistema Global. Petrópolis: Vozes, p. 18.
2 Idem. Ibid., p. 19.
3“Fondé sur la tríade alimentation-reproduction-territoire. Elle se réfère encore aujourd’hui à de multiples organisations et réseaux modelés par un lointain développement de l’humanité depuis les migrations des ethnies, des tribus et des hordes pour aboutir aux entités spatiales issues de conflits et de coopérations: conquêtes, commerce, esclavage, colonisation, guerres ‘mondiales’, etc. Retenons de cette interprétation le très reculé passé dans lequel s’inscrivent les multiples rapports toujours adaptables bien que diversement acceptés par les individus et les collectivités intéressés »;
4“qui, universelle parce que rationnelle, ne peut que s’imposer à tous les hommes. Cette généralisation intellectuelle a donné naissance à une forme de scientisme que l’on trouve notamment dans les théories économiques élaborées depuis le XIX siècle, qu’il s’agisse de la théorie libérale fondée sur les choix d’un homo economicus rationalis en économie de marché, ou de la perspective conflictuelle fondée sur le matérialisme historique et sa vision universelle d’une lutte de classes libératrice et unificatrice. De cette interprétation nous retiendrons une problématique essentielle et constante concernant les rapports toujours antagonistes entre les logiques économiques et les valeurs culturelles et politiques. Par exemple, l’économie classique libérale, née des Lumières, expression d’une société civile où va dominer l’individualisme utilitaire, est d’abord dirigée contre une forme politique hiérarchique constituée par les féodalités et les monarchies absolues alors dominantes en Europe. La révolution industrielle et le capitalisme fondé sur le quadruple production-technique-concurrence-valeur ajoutée se développe au moment où les valeurs démocratiques renouvellent la pensée sociopolitique en la définissant à travers le romantisme, l’utopisme, le socialisme, les sciences humaines en général. Cette mondialisation, toujours en cours, s’inscrit dans des mutations séculaires que nous avons présentées comme autant de défis de l’économie au politique » ;
5“dont le fondement, que nous essayerons de développer, réside dans des innovations faisant prévaloir des relations complexes entre le principe de la liberté des échanges, les nouvelles technologies, une économie financière et monétaire dominante, une adaptation difficile et incertaine des institutions tant étatiques qu’interétatiques. A noter qu’en cette fin de siècle, le libéralisme économique apparaît comme le produit d’une victoire sur les totalitarismes où les Etat-Unis ont joué un rôle essentiel et qui s’est concrétisée par l’effondrement du bolchevisme et de l’Union Soviétique. Les conséquences intellectuelles sont de taille puisque ces bouleversements suppriment en principe toute alternative politiquement crédible à l’économie de marché et à son support financier. Dès lors, les thèses libérales et néolibérales peuvent se présenter comme les seules approches théoriques concevables des problèmes crées para l’économie globale contemporaine. Dans l’ordre des principes, elles se présentent également comme le seul fondement rationnel des normes et des institutions; elles assurent la coopération entre individus et collectivités relevant de cultures et de langages différentes ; elles sont censées garantir l’égalité des chances dans l’accès aux richesses, elles rendent donc possible une certaine démocratie également globale. Nous considérerons que ces thèses, pour intéressantes qu’elles soient, relèvent cependant du domaine de l’argumentation et du discours dans un contexte particulier de domination idéologique qui les font parfois qualifier de ‘pensée unique’; elles sont donc sujettes à discussion et à critique dans une perspective dialectique qui doit rester au centre de toute conceptualisation des combinaisons et évolutions complexes de l’économique en rapport avec la société et le politique » (ROIG, Charles. « Globalisation, Compétition, Coopération: Anomies sociétales aléatoires?, in Revue Européenne des Sciences Sociales, Tome XXXV, 1977, nº 109, pp. 75-110).
6.Vid. COX, Robert. W. (1990). “Globalization, Multilateralism and Social Change”, Tóquio: Work Progress, United Nations University, vol. 13, nº 1, julho, p. 2. Apud IANNI, Otávio. A Sociedade Global. Rio de Janeiro: Civilização Brasileira, 1999, pp. 22-23). Ver, também, v.g., FURTADO, Celso. O Capitalismo Global. São Paulo: Paz e Terra, 1999; CARMO, Paulo Sérgio do. O Trabalho na Economia Global. São Paulo: Editora Moderna, 1998; SANTOS, Milton et ali. Território: Globalização e Fragmentação. São Paulo: Hucitec, 1998; CHESNEAUX, Jean. Modernidade-MUNDO. Petrópolis: Vozes, 1996; MANDELA, Nelson. Nossa Comunidade Global. Rio de Janeiro: Fundação Getúlio Vargas, 1996; DREIFUS, René Armand. A Época das PERPLEXIDADES: Mundialização, Globalização e Planetarização – Novos Desafios. Petrópolis: Vozes, 1997; SKLAIR, Leslie. Sociologia do Sistema Global. Petrópolis; Vozes, 1995; VIEIRA, Listz. Cidadania e Globalização. São Paulo: Record, 1997.
7 SKLAIR, Leslie. Op. cit., p. 71.
8 HOBBES, Thomas (2001). Leviatã. São Paulo: Martin Claret, p. 130-131.
9 Idem. Ibid., p. 184.
10 LOCKE, John (2000). Segundo Tratado Sobre o Governo. São Paulo: Martin Claret. p. 92.
11 ROSANVALLON, Pierre (1997). A Crise do Estado-Providência. Goiânia: UnB, p. 20.
12 LOCKE, John. Op. cit. p. 102.
13 ROSANVALLON, Pierre. Op. cit., p. 27-28.
14 CANIVEZ, Patrice. Educar o Cidadão? São Paulo: Papirus, 1991, p. 24.
15 WEIL, Eric (1990). Filosofia Política. São Paulo: Loyola, p. 214.
16 CANIVEZ, Patrice. Op. cit. p. 26.
17 WOLKMER, José Antônio (1994). Pluralismo Jurídico: Fundamentos de uma nova cultura no Direito. São Paulo: ALFA-ÔMEGA, p. 73.
18HELD, David (s/d). Modelos de Democracia. Belo Horizonte: Paidéia, p. 2.
19 Idem. Ibid., p. 19-20.
20 Idem. Ibid., p. 29.
21 CANIVEZ, Patrice. Op. cit. p. 27.
22 WOLKMER, José Antônio. Op. cit. p. 211.
23 Idem. Ibid., p. 211.
24 Idem. Ibid., p. 214.
25 ZALUAR, Alba (1993). Medo do Crime, medo do Diabo. XVII Encontro Anual Anpocs. Caxambu, p. 6.
26PEGORARO, Juan S. (1999) “Inseguridad y violência en el marco Del control social”, in VIOLÊNCIA em tempo de globalização (org.). SANTOS, José Vicente Tavares dos. São Paulo: Hucitec.
27DELLA CUNHA, Djason B. (2002). “Política Criminal e Segurança Pública: Estratégias Globais de Controle do Fenômeno Criminal”, in Revista do Conselho Nacional de Política Criminal e Penitenciária, V. 1, n. 15, jan/jun. Brasília/DF: Ministério da Justiça.
28WIEVIORKA, Michel. (1997), "O novo paradigma da violência". Tempo Social, 9 (1): 5-41. 
29 SILVA, Jorge da (1999). Controle da Criminalidade e Segurança Pública. Rio de Janeiro: Forense, p. 18-19.
30 WOLKMER, José Antônio. Op. cit. p. 87.
31 Idem. Ibid., p. 88.
32 Idem. Ibid., p. 89
33OLIVEIRA, Luciano, PEREIRA, Affonso C. (1998). Conflitos coletivos e acesso à justiça. Recife: FJN/Massangana, p. 26.



 
Referencias

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