sábado, 26 de abril de 2008

PLURALIDAD CULTURAL, RECONOCIMIENTO, Y CIUDADANIA*


Revista
JUS ET SOCIETATIS
ISSN 1980 - 671X



Esteban Anchustegui Igartua
estebananchustegui@upv.es
Profesor Titular de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País Vasco, UPV/EHU, Espanha.


Resumen

Vivimos en un mundo en permanente cambio donde, entre otros, se plantean problemas fundamentales como migraciones a gran escala, reacciones defensivas que reclaman la particularidad cultural frente a la globalización,  o la propia crisis del Estado. En este sentido, son evidentes las dificultades que este último está teniendo para resolver dichos retos, a la vez que se está mostrando incapaz de cumplir la función hegemónica y mediadora que tuvo en el pasado. Además, su propia estructura está revelando limitaciones a la hora de conseguir determinados objetivos, al mismo tiempo que sigue siendo demasiado voluminosa a la hora de enfrentarse a otros conflictos. A todo ello hay que añadir, además, un cierto agotamiento en el terreno teórico del proyecto normativo universalista.

Palabras-Clave: Pluralidad cultural. Ciudadanía. Conflictos étnicos. Agotamiento normativo.

Resumo

Vivemos em um mundo de permanente transformação, no qual, entre outros, se colocam problemas fundamentais como migrações em grande escala, reações defensivas que reclamam a particularidade cultural diante da globalização, ou a própria crise do Estado. Neste sentido, são evidentes as dificuldades que este último enfrenta para resolver semelhantes problemas, uma vez que se mostra cada vez mais incapaz de cumprir a função hegemônica e mediadora que teve no passado.  Além do mais, sua própria estrutura revela limitações no momento de atingir determinados objetivos, ao mesmo tempo em que a atualidade exige o enfrentamento de outros conflitos. A tudo isso, no campo teórico, assiste-se certo esgotamento do projeto normativo universalista.   

Palavras-Chave: Pluralidade Cultural. Cidadania. Conflitos étnicos. Esgotamento normativo.


1.     EL DESAFIO DEL MULTICULTURALISMO
Uno de estos "temas de nuestro tiempo" es el denominado "desafío del multiculturalismo", es decir, cómo se resuelve la convivencia entre comunidades provenientes de culturas diferentes dentro de un mismo espacio social y político (más aún cuando la propuesta pretende resolverse a través de la integración o la asimilación en una cultura hegemónica) y se reivindican para estos grupos políticas diferenciadas y derechos colectivos específicos.
En el origen de este desafío suelen hallarse frecuentemente peticiones primordiales y conflictivas, como pueden ser las situaciones de marginación y penuria de las minorías étnicas, los derechos de los inmigrantes, las reivindicaciones de autonomía y autodeterminación de minorías nacionales o culturales, los conflictos en torno a derechos lingüísticos o  las reclamaciones de los símbolos nacionales. Además, estas reacciones coinciden a menudo con las reivindicaciones de movimientos sociales y asociaciones políticas o culturales minoritarias que solicitan el reconocimiento de su diferencia.
Por ello, ante las características específicas de las diversas demandas, Kymlicka (1996) propone reservar el término "multiculturalismo" para referirnos a los requerimientos de las minorías culturales que tienen por objeto el reconocimiento de su identidad diferenciada y la ulterior consecución de un marco político que incluya un status y unos derechos diferenciados en función del grupo. Desde esta perspectiva, las reivindicaciones de reconocimiento de mujeres, homosexuales, grupos políticos o religiosos[1]quedarían fuera de esta definición.
Asimismo, Kymlicka (1996) distingue la diversidad multinacional resultante de la convivencia de "naciones"[2]que voluntaria o involuntariamente se incorporan a un único Estado -centrados en la reivindicación de un autogobierno que asegure su supervivencia como sociedades diferenciadas- de la diversidad poliétnica resultante de la inmigración de individuos con par ticularidades étnicas o culturales, cuyas demandas se centran en pretender leyes más permeables a las diferencias culturales.
En el primer caso la cuestión del  multiculturalismo se solapa con la de la identidad nacional y el nacionalismo, mientras que el segundo tipo de diversidad implica una redefinición la ciudadanía, y cuyo empeño se centraría en conjugar la ciudadanía común con el reconocimiento de la diversidad de agentes que interactúan desde perspectivas de expresión e interpretación cultural diferentes.

2.    EL MODELO POLÍTICO LIBERAL Y EL MULTICULTURALISMO:
UN DEBATE

Por tanto, la cuestión que plantea el multiculturalismo es la redefinición del modelo político del Estado democrático liberal clásico, basado en una concepción de la ciudadanía que se abstrae de las particularidades etnoculturales y que ha fundamentado la identidad política en la condición formal de ser sujeto individual de derechos y deberes iguales. Esta redefinición, por tanto, incidiría en la exigencia de ampliación del concepto de ciudadanía (considerando a los ciudadanos no sólo en cuanto individuos sino también como miembros de grupos).
Tradicionalmente,  el modelo occidental liberal se ha basado en cuatro ejes o principios de actuación: a) la concepción de los derechos como derechos individuales; b) la existencia de "un marco de derechos y deberes, de reglas procedimentales, común a ciudadanos que defienden distintas doctrinas comprehensivas diferentes" (RAWLS, 1996 ); c) la neutralidad del Estado frente a las diferentes doctrinas y metas de los individuos, así como su  "ceguera voluntaria" para con las diferencias culturales y religiosas; d) que la sociedad es la suma de los individuos, rechazando cualquier introducción de derechos o ayudas específicos de grupos.
La posición teórica favorable al multiculturalismo representa, precisamente, un desafío a este modelo tradicional, ya que denuncia que esta concepción liberal clásica no se ajusta a la realidad de las sociedades plurales, que no son homogéneas (existen realidades multinacionales y/o multiétnicas), y donde permanentemente se reclaman orientaciones que exigen la aceptación de la especificidad cultural de las minorías coexistentes, sea a través del reconocimiento de sus derechos o la adopción de medidas específicas para estos grupos. Además, para los defensores de esta posición, estas exigencias se consideran condición sine qua non para la salvaguardia de la identidad de los individuos-ciudadanos adscritos a estas minorías, así como para su completo autodesarrollo.
Kymlicka (1996) manifiesta la falsedad del paradigma que propugna la neutralidad del Estado, porque:
la idea de responder a las diferencias culturales con una 'omisión bienintencionada' carece de sentido. Las decisiones gubernamentales sobre las lenguas, las fronteras internas, las festividades públicas y los símbolos del Estado implican inevitablemente reconocer, acomodar y apoyar las necesidades y las identidades de determinados grupos étnicos y nacionales. El Estado fomenta inevitablemente determinadas identidades culturales y, por consiguiente, perjudica a otras. (KYMLICKA, 1996, p. 152).
       Para este autor es obvio que la identidad política conlleva una identidad cultural implícita, por lo que la voluntad política, superando una retórica neutralidad estatal, deberá ir dirigida a acomodar las diversas identidades culturales dentro del Estado.
Ante las críticas de muchos liberales en el sentido de que una política que proteja la identidad cultural de estas comunidades mediante la aceptación de los derechos colectivos pueda dejar indefensos a los miembros individuales de estos grupos (a través de la imposición por parte del grupo de costumbres y prácticas tradicionales contrarias a los derechos humanos y a los principios constitucionales), Kymlicka (1996b, p. 89) deja bien clara, en lo que  se refiere a la protección de los "derechos diferenciados en función del grupo"[3], la distinción entre restricciones internas y protecciones externas.
Así, mientras las primeras se refieren a las  relaciones intragrupales (tratando de restringir la libertad de los propios miembros en nombre de la tradición o de la solidaridad del grupo) las segundas afectarían a las relaciones intergrupales, impulsando medidas que garanticen la protección del grupo frente a decisiones externas (como derechos de autogobierno, subvenciones, etc.)
En este sentido, Kymlicka (1996, p. 211) advierte que las restricciones internas son injustificables, porque "el liberalismo se compromete con (y quizá se define por) la perspectiva según la cual los individuos deberían tener libertad y capacidad para cuestionar y revisar las prácticas tradicionales de su comunidad". Desde la posición de la autonomía no son tolerables las violaciones de los derechos individuales, aunque serían admisibles durante algún tiempo políticas específicas no liberables adoptadas por la vía de la persuasión  En todo caso, insiste Raz (1994), a los individuos que no se encuentran satisfechos en su cultura originaria hay que garantizarles la oportunidad de desvincularse de su grupo.
Con todo, autores que se consideran a sí mismos liberales, como Raz (1994) o Kymlicka (1996), y siendo conscientes de los recelos que despierta el multiculturalismo en este modelo de comunidad política, creen posible argumentar en favor del multiculturalismo partiendo de la consideración de que la libertad tiene prerrequisitos culturales. Para Kymlicka (1996), sólo a través de la socialización en una cultura puede uno disponer de las opciones que dan significado a la vida:
Nuestra capacidad de formar y de revisar un concepto del bien está íntimamente ligada a una cultura societal, puesto que el contexto de elección individual consiste en la gama de opciones que nos ha llegado a través de la cultura. Decidir cómo guiar nuestras vidas conlleva, en primera instancia, explorar las posibilidades que nuestra cultura nos proporciona (KYMLICKA, 1996, p. 157) [4].
La cultura determina el horizonte de las posibilidades de los individuos, por lo que el compromiso liberal con la libertad individual ha de ampliarse con la obligación por la viabilidad y florecimiento de las "culturas societarias"[5]. Con todo, tanto Kymlicka (1996b) como Raz (1994) subrayan que su perspectiva sigue siendo liberal, insistiendo en que su defensa de los grupos culturales no se fundamenta en el valor de las culturas por sí mismas, sino en el hecho de que las culturas son el instrumento por el que se tiene acceso y se llena de contenido la libertad individual.

3 LA POLÍTICA DEL RECONOCIMIENTO Y LOS DERECHOS

Pero también desde presupuestos comunitaristas se está exigiendo un giro en las políticas relacionadas con la ciudadanía y los derechos. Taylor (1993), en su ensayo La política del reconocimiento, incide en los procesos de constitución de la identidad, a la que concibe como "la interpretación que hace una persona de quién es y de sus características definitorias fundamentales como ser humano" (TAYLOR, 1993, p. 152). Para este autor nuestra identidad se moldea por el reconocimiento, por la ausencia de éste o por un falso reconocimiento, con el que el individuo se percibe a sí mismo de una manera degradada. Las personas adquieren los lenguajes necesarios para su definición sólo en relación con los demás, y definen su identidad en diálogo con los otros  (particularmente los "otros significativos") a lo largo de toda la vida. En este sentido se puede afirmar que hay otros que son parte de nuestra identidad, en la medida en que sólo con ellos podemos tener acceso a aquello que apreciamos.
Este pensador incluso esboza una historia del reconocimiento y de la identidad, a través del discurso que sobre esta cuestión se ha elaborado en el tiempo, y considera que en este proceso ha habido dos etapas: 1) la fase donde prevaleció la política universalista de reconocimiento de la dignidad igual de los ciudadanos y, por consiguiente, de igualdad de derechos, y 2) el período donde emergió el giro subjetivista, que corresponde a finales del XVIII y que, entre otros, es representado por Rousseau (describe la autenticidad moral como la voz de la naturaleza dentro de nosotros) y Herder (cuando se refiere a que cada uno tiene su forma original de ser humano).
Mientras el liberalismo clásico, insiste Taylor (1993), asumió e hizo suyas las consecuencias de la primera etapa, permaneció cerrado a esta segunda dimensión, por lo que queda pendiente la aceptación del marco cultural de identificación, única manera de garantizar una auténtica participación política. Para ello propugna la  necesaria la inclusión de una  política de la diferencia, que no sólo exija  igual reconocimiento para cada uno,  sino que pide además que sea reconocido como distinto de los demás. De esta manera se cerraría un proceso hasta ahora inconcluso que, si bien profundizó en la tesis de que todos los seres humanos son igualmente dignos de respeto (primando la autonomía individual), ha olvidado el hecho de que la capacidad (universal) de moldear y definir la propia identidad individual y cultural sólo se puede fundamentar en el reconocimiento y fomento de la particularidad.
Por eso Taylor (1993), partiendo de la experiencia de su país, Canadá, cree necesario buscar otro tipo de política capaz de reconocer las identidades culturales. Para ello se basa en la experiencia que, a raíz del reconocimiento de Quebec como "sociedad distinta" en la enmienda del lago Meech a la Carta canadiense de derechos de 1982, dio lugar a una serie de políticas restrictivas con el objetivo de la supervivencia de esta comunidad[6]. Son medidas controvertidas que, a juicio de muchos canadienses angloparlantes, imponen a los individuos limitaciones que violan sus derechos ciudadanos en nombre de fines colectivos. Pero Taylor (1993), sin embargo, considera que este otro modelo de sociedad liberal es capaz de compaginar la incorporación de empeños colectivos con el respeto a los derechos individuales. Desde esta posición, la organización política de Quebec no opta por la neutralidad y considera que para posibilitar a los individuos su autodesarrollo debe impulsar una acción positiva a favor de una identidad cultural, por lo que considera imprescindible realizar una política pública que promueva el uso y la conservación de una lengua (el francés), que se considera en situación en desventaja.
Con todo, cualquier intento de conjugue la supervivencia de proyectos colectivos y respete los derechos individuales ha de basarse en unas premisa superior que, para Taylor (1993), radicaría en:
 distinguir las libertades fundamentales, las que nunca deben ser infringidas y por tanto deben encontrarse al abrigo de todo ataque, por una parte, de los privilegios e inmunidades que a pesar de su importancia se pueden revocar o restringir por razones de política pública -aun cuando necesitaríamos una buena razón para hacerlo- por otra (TAYLOR, 1993, p. 89).
4. PLURALIDAD CULTURAL Y CIUDADANÍA

Habermas (1989) también comparte esta doble vertiente, individual y colectiva, de cara a la acción política. Para este autor la autonomía no sólo se refiere a la persecución de los planes de vida individuales, sino que es incuestionable su vertiente pública (como así lo percibieron Rousseau y Kant), en tanto que los ciudadanos son autores de las leyes a ellos destinados. Partiendo de este doble presupuesto, Habermas (1989) cree posible elaborar una teoría de los derechos correctamente concebida y que, a su vez, no tiene por qué inducir a mantener una actitud cerrada frente a las diferencias culturales. Recordando que la autonomía privada y la autonomía cívica son cooriginarias y están internamente relacionadas, Habermas (1989) reivindica un modelo procedimental de democracia capaz de que abarcar la autonomía privada de los individuos y su condición pública de ciudadanos, situándonos en un horizonte que supere tanto la perspectiva tradicional del liberalismo como el enfoque holista del republicanismo clásico[7].
Este planteamiento habermasiano tiene su fundamento en que el núcleo de la democracia no está en los individuos, ni en la comunidad como un todo, sino en la intersubjetividad de un proceso deliberativo sobre las materias de interés general. Si admitimos que los argumentos "éticos" son parte ineludible de la política, y porque pueden emerger conflictos culturales en los que las minorías no respetadas se defiendan contra una mayoría insensible, el contexto "ético" adquiere un protagonismo incuestionable en las deliberaciones y justificaciones de las decisiones legislativas. Así, partiendo de que el reconocimiento de la identidad es el producto del debate democrático de los ciudadanos acerca de sus intereses y necesidades, habrá que concluir que aquellas demandas legítimas que sean producto de experiencias colectivas compartidas tendrán que ser protegidas, ampliando democráticamente el régimen de derechos fundamentales en el sentido del reconocimiento y salvaguardia de las diferentes formas de vida.
En estas coordenadas, una concepción democrática de la ciudadanía debería incorporar y hacer visible la pluralidad cultural, respetando la identidad y favoreciendo el desarrollo de los distintos grupos culturales. Esto se traduciría, entre otras medidas, en favorecer políticas que posibilitaran la educación en la lengua y cultura de origen, el reconocimiento de las costumbres y prácticas de los grupos dentro de los límites de los derechos fundamentales, el conocimiento por parte de todos de la cultura y tradiciones del resto de las culturas coexistentes, así como la promoción de asociaciones culturales y su acceso a los medios de comunicación.
Así y todo, el objetivo no es conservar especies culturales, porque la reproducción de las tradiciones y formas de vida exige la aceptación crítica de sus miembros y la renovación generacional, por lo que no es admisible la preservación  a ultranza de unos supuestos derechos colectivos a costa de los derechos de los ciudadanos. Para Habermas (1989), desde esta perspectiva democrática, la identidad colectiva no puede instalarse por encima de la determinación de los ciudadanos, por lo que, según este autor, no es necesario invocar unos derechos colectivos adicionales, ya que la protección de las tradiciones y de las formas de vida que conforman las identidades culturales se orienta, en último término, a suscitar el reconocimiento de sus miembros individuales.
Porque la "política de la diferencia" corre el riesgo de llevar a una "ghettización" de la sociedad, donde cada grupo se retira tras los límites de su identidad, sin reconocer una cultura común más amplia[8], minando, en definitiva, la cohesión social, que ha de sostenerse sobre una identidad cívica compartida. Y esta cultura cívica común es precisamente más necesaria en las sociedades multiculturales de nuestros días, donde el espacio político es compartido por diversos grupos culturales. En definitiva, que sólo apelando a valores universales  compartibles más allá de los límites de cada cultura (como el derecho de cualquiera a disponer de los medios de adquisición y uso de su lengua materna) puede hacerse posible una convivencia multicultural dentro de una sociedad política.
Ante la existencia de minorías culturales, y en lo que concierne a las políticas a llevar a cabo, Habermas (1999) distingue entre la integración éti ca (cultural) de los distintos individuos y grupos, y una integración política compartida por todos los ciudadanos en igual medida.  Mientras la integración política solamente puede enraizarse en una cultura política fundada en los principios constitucionales, interpretados desde la experiencia histórica de la nación (lo que Habermas denomina "patriotismo de la constitución"), también es ineludible respetar el pluralismo de las comunidades en el nivel subpolítico. Lo fundamental es mantener la distinción entre los dos ámbitos de integración: de lo contrario la cultura mayoritaria monopoliza las prerrogativas del Estado a expensas de las demás culturas y estilos de vida. En la cuestión de la inmigración, por ejemplo, el Estado podría reclamar a los inmigrantes únicamente una socialización política, que salvaguarde los principios constitucionales, pero no una asimilación cultural. Se trataría de fundamentar un consenso básico alrededor de una política asentada en los procesos democráticos, la comunicación libre y el control constitucional del poder (la cultura política del "patriotismo constitucional") capaz de adoptar decisiones que concierten y articulen la convivencia.
Allí donde se produce el tránsito desde una sociedad relativamente homogénea a otra multicultural se crean tensiones como consecuencia de la interacción de culturas. Este es un problema muy antiguo, y con consecuencias dolorosas, por lo que esta cuestión (la conjugación de ciudadanía e identidad etnocultural) se ha convertido, tanto para la filosofía política como para la política práctica,  en un reto inaplazable.

BIBLIOGRAFÍA
BEINER, R. Liberalismo, nacionalismo, ciudadanía: tres modelos de comunidad política. Revista internacional de filosofía política (Madrid), n. 10, p. 5-22, 1997.
HABERMAS, Jürgen, Identidades nacionales y postnacionales. Tecnos: Madrid, (1989).
______ Facticidad y validez. Trotta: Madrid, 1998.
______ La inclusión del otro. Paidós: Barcelona, 1999.
KYMLICKA, Hill. Ciudadanía multicultural. Paidós: Barcelona, 1996
 ______ Derechos individuales y derechos de grupo en la democracia liberal Isegoría, n. 14, p. 5-36, oct. 1996b.
______ Federalismo, Nacionalismo y Multiculturalismo. Revista Internacional de Filosofía Política. V. 7, p. 20-54. 1996c
PEÑA ECHEVERRÍA, F. Javier. La ciudadanía hoy: problemas y propuestas, Universidad de Valladolid, Secretariado de Publicaciones e Intercambio Editorial:, Valladolid, 2000.
RAWLS, John. El liberalismo político. Crítica: Barcelona, 1996.
RAZ, Joseph. Multiculturalism: A Liberal Perspectiva. Ethics in the Public Domain., Clarendon Press: Oxford, 1994.
TAYLOR, Charles. (1993):  El multiculturalismo y la "política del reconocimiento", México, FCE, 1993 (con comentarios de A. Gutmann, S.C. Rockefeller, M. Walzer y S. Wolf). El ensayo de Taylor está también incluido en  ID.: Argumentos filosóficos (Barcelona, Paidós, 1997, pp. 293-334)
TAYLOR, Charles. La ética de la autenticidad. Barcelona: Paidós, 1994.
TAYLOR, Charles. Equívocos: el debate liberalismo-comunitarismo ID.: Argumentos filosóficos. Barcelona, Paidós, 1997, p.. 239-268.


[1]*Este trabajo se ha realizado en el marco del Proyecto de Investigación EHU 07/03 “VIRTUDES Y VALORES EN LA RETÓRICA DE LAS 
LUCES (BERTUTEAK ETA BALOREAK ARGIEN MENDEKO ERRETORIKAN)”. W. KYMLICKA, Ciudadanía multicultural. Barcelona, Paidós, 1996,
 especialmente en las págs. 34- 46.
[2]Kymlicka define "nación" (que entiende como sinónimo de "cultura" o "pueblo") como "una comunidad intergeneracional, más o menos completa institucionalmente, que ocupa un territorio o una patria determinada y comparte un lenguaje y una historia específicas". Op. cit., pág. 36. Esta cuestión también la desarrolla Kymlicka en "Federalismo, nacionalismo y culturalismo" en Revista internacional de filosofía política, nº 7 (1996), pág. 21, así como en "Derechos individuales y derechos de grupo en la democracia liberal" en Isegoría, nº 14 (octubre 1996), pp. 5-36.
[3]Kymlicka distingue tres tipos de "derechos diferenciados en función del grupo": a) derechos de autogobierno (algún tipo de autonomía política o jurisdicción territorial "para asegurarse así el pleno y libre desarrollo de sus culturas y los mejores intereses de sus gentes". Aplicado a las minorías nacionales, podría llegar a la reivindicación de la secesión. b) derechos poliétnicos. Se trata de medidas específicas en función del grupo de pertenencia que "tienen como objetivo ayudar a los grupos étnicos y a las minorías religiosas a que expresen su particularidad y su orgullo cultural sin que ello obstaculice su éxito en las instituciones económicas y políticas de la sociedad dominante". c) derechos especiales de representación para grupos étnicos o sociales en el seno de las instituciones centrales del Estado que los engloba. Op. cit., p. 89.
[4]KYMLICKA (1996), p. 157. Si bien las personas necesitan una cultura, no necesitan tal o cual cultura determinada, y de hecho en nuestro mundo cosmopolita las personas se trasladan de una cultura a otra. Pero esta situación es infrecuente, y los vínculos con la propia cultura de origen son extraordinariamente fuertes para la mayoría de las personas, precisamente porque les asegura un sentimiento de identidad y pertenencia, así como un contexto de elección inteligible.
[5]El término es de Kymlicka, que define la cultura societaria como "una cultura territorialmente concentrada con base en una lengua común usada en una amplia gama de instituciones sociales, tanto en la vida pública como en la vida privada". KYMLICKA (1996b), p. 9.
[6]Entre otras políticas restrictivas, podemos señalar el que ni los francófonos ni los emigrantes pueden enviar a sus hijos a escuelas de lengua inglesa, el que los documentos comerciales han de firmarse en francés, o el que las empresas con más de 50 empleados han de administrarse en francés. Op. cit., p. 80.
[7]Sobre este paradigma procedimental véase, entre otros textos, el cap. VII de Facticidad y validez: "Política deliberativa: un concepto procedimental de democracia " (Madrid, Trotta, 1998, pp. 363-406), así como el artículo "La soberanía popular como procedimiento" (en el mismo volumen, págs. 589-618).
[8]Cf. BEINER (1997)